Mario Lamo Jiménez

Basado en un cuento de principios del siglo pasado, recopilado por el presbítero Octaviano de Jesús Lamo.

Juan el zapatero era un hombre que igual podía tener 40 ó 50 años. De mirada viva y manos duras, se había metido de zapatero después de haber ensayado los oficios más diversos: cochero, guardia rural, maestro de obra, asaltante de caminos y finalmente, zapatero. Zapatero se había quedado y laboraba en plena calle, hasta que un día, unos monjes se compadecieron de él y le dieron asilo en un local situado en los bajos del convento. Y allí llegó con su mujer y tantos niños pequeños, que era imposible siquiera llevar la cuenta de cuántos eran.

Juan trabajaba todo el día, y con sus manos callosas curaba suelas heridas por el pavimento, tacones dislocados por las piedras del camino y lenguas torcidas por el tiempo. Aunque era virtuoso para el trabajo, tenía un vicio que no podía controlar y que lo convertía en un ser irascible e impredecible: la bebida. Después de todo un día de trabajo, cerraba la zapatería y se encerraba por horas enteras con una gran olla de chicha. Cuando ésta estaba vacía, su mujer, Eudosia, pagaba las consecuencias. Y aunque le daba de comer a su familia, también le daba tanto palo que Eudosia ya no sabía que hacer.

Fue así que un día, decidió confesarle al padre Octaviano de Jesús todas sus cuitas. El buen padre, quien había intercedido ante los monjes para que la familia recibiera albergue en los bajos del convento, de inmediato supo que ahora le tocaría interceder ante el Altísimo para resolver aquel problema. Acabada la confesión, e impuesta la penitencia, el padre le rezó a Dios para que lo iluminara con una respuesta y le habló así:

“Dios que todo lo sabes, alumbra a tu siervo Octaviano para que pueda ayudar a curar a Juan el zapatero de ese horrible vicio de la bebida. Mira Diosito cómo sufre la pobre mujer, que de tantos golpes que le han dado ya parece un perro apaleado que hasta pegó un salto cuando levanté la mano para darle la absolución. Como sé que tú estás muy ocupado con problemas más serios, no te quito más tiempo, pero, por favor, dame una señal de lo que tengo que hacer para resolver este problema”.

Y la señal no se hizo esperar, ya que aquella misma noche, el padre Octaviano tuvo un sueño. Toda la noche se estuvo soñando con un fraile que nunca en su vida había visto: Fray Pedro. Cuando despertó a la mañana siguiente, como dictado del cielo, ya sabía exactamente qué hacer. Entonces mandó a llamar a la mujer del zapatero con el sacristán de su parroquia en el barrio Egipto situada no muy lejos de La Candelaria, donde residía el zapatero.

Acabados sus quehaceres de limpiar, cocinar, y alimentar a un sinnúmero de muchachitos, la buena mujer se puso su traje dominguero en señal de respeto, y se dirigió a la parroquia del vecino barrio, porque sospechaba que el padre, como buen pensador que era, ya le tenía la solución a su problema. Sus humildes zapatos de lona se deslizaron por las baldosas de la iglesia con un felino silencio, y en una piececita que le servía al padre de oficina, escuchó asombrada el plan del sacerdote. Sus ojos se abrían como pailas de agua cada vez que el padre Octaviano le contaba cómo transformarían a Juan el zapatero de bebedor y abusador en marido modelo.

—La próxima vez que a tu marido el vicio lo tumbe al piso, habrás de inmediato reportármelo, entonces seguiremos los planes divinos.

Y así fue que, a los pocos días, Juan el zapatero hizo lo de costumbre: curó zapatos enfermos todo el día, y por la noche, cegado por la bebida, castigó a sus hijos, abofeteó a Eudosia, juro en vano el nombre de Dios y como un saco de papas cayó al piso profundamente dormido.

Y como si fuera una a misa a coro, el plan del padre Octaviano se puso en efecto de inmediato de coordinada manera. Eudosia golpeó a la puerta del convento, y Fray Arturo, un fraile acuerpado y de elevada estatura bajó a la zapatería, donde encontró a Juan roncando su fuma, tirado entre zapatos, puntillas y pegamento. Fray Arturo observó por un momento la poblada barba del hombre y su ropa sudada y sucia por el trabajo. Se frotó las manos y, como quien levanta cualquier fardo, se echó al zapatero a hombros y lo cargó hasta el convento. Allí le tenían una habitación preparada y dos frailes acuciosos lo desvistieron lo limpiaron con paños tibios para que no se despertara y le afeitaron la barba y le recortaron una coronilla de pelo. Acto seguido lo vistieron con una sotana carmelita anudada en su cintura con un cordel blanco y lo dejaron durmiendo un profundo sueño.

Al despertar al otro día, Juan el zapatero se sintió de inmediato sorprendido. Aquella habitación de austeras y limpias paredes no era la pieza comunal en la que dormía con su esposa e hijos, y aquellas mantas limpias y calientes no eran la delgada cobija que lo dejaba pasar frío toda la noche. Y en vez de estar durmiendo en un colchón en el piso, estaba acostado en una cama angosta pero cómoda y su mujer y sus hijos habían salido.

Su sorpresa fue mayor cuando se palpó el rostro y notó que su barba y su bigote habían desaparecido. Algo raro estaba sucediendo. Al frente de su cama había un gran espejo y al mirarse en el mismo, vio que lo miraba el rostro de un desconocido. Posó la mirada en el otro extremo de la habitación y vio que una calavera y un cristo lo contemplaban desde una pared. Sintió que el pánico le subía por la espina y se le incrustaba en medio del cerebro. En ese mismo instante se abrió la puerta de la habitación y una voz desconocida le dijo:

— Despierte, Fray Pedro, que ya es tarde. El Padre Superior lo llama para que baje a rezar el Breviario.

Juan creyó por un momento que estaba durmiendo y que sus sueños parecían casi reales. Así que, como en los sueños, cerró los ojos con la esperanza de que cuando los abriera, la pesadilla hubiera terminado y estuviera de vuelta en la zapatería.

— ¡Fray Pedro! —oyó la voz insistente, mientras que el fraile lo zarandeaba con sus manazas de oso— hoy le toca a usted encabezar los rezos.

— Yo no soy ningún Pedro ni Diego, yo soy el que ayer era: ¡Juan el zapatero! —alcanzó a balbucear Juan. Después, mirándose de cuerpo entero en el espejo con su sotana de fraile, le empezó a asaltar la duda. “¿Quién era en verdad él?” Se sintió ridículo con aquellas faldas largas y decidió lavarse la cara en la palangana para ver si se despertaba de verdad, o su rostro falso se borraba y volvía a ver en el espejo a Juan el zapatero.

—¿Está usted loco? —le preguntó el fraile—. ¿No ve que usted es Padre, aquel Pedro que hace tiempos profesa aquí de fraile?

Juan miró su rostro cambiado en el espejo y detrás suyo vio reflejado al fraile que le acercaba una toalla. De pronto, la cara se le iluminó, como si hubiera hallado la solución a su problema.

¡Nada, Padre! ¿Por qué no va usted a la zapatería a ver si allá estoy yo?, porque si allí me encuentro, ¡entonces Juan no soy yo!

El padre le contestó: — En menos de lo que se reza un Avemaría estaré de vuelta. Y así fue. Minutos después aparecía trotando escalera arriba con cara seria.

—¡Cosa fea! Allá abajo está Juan, borracho, atormentado a Eudosia, ¿no oye usted los gritos?

Juan se sentía tan despistado que si le hubieran dicho que estaba temblando la tierra, ya hubiera visto mover las lámparas del techo. —Entonces, ¿qué diablos tengo? —exclamó—. ¡No sé qué demonios tengo y mucho menos cómo me llamo, ni qué decir de cómo me siento!

— El Padre Superior debe estar enojado por su tardanza, Fray Pedro — le dijo entonces el fraile, haciendo caso omiso a las dudas de Juan—. Vamos a la capilla.

A la capilla entró Juan, rascándose la cabeza y sin todavía poder salir de su asombro. Allí vio al Padre Superior que tantas veces había visto de reojo pasar por la zapatería, pero cuyas sandalias jamás había tenido la oportunidad de arreglar.

El Padre Superior, con voz enojada, le dijo: —Fray Pedro, ¿ya durmió? ¿Cuándo va usted a aprender bien las reglas que nos dio el Padre Celestial? Si no aprende a cumplirlas, me tocará ponerle remedio. Hoy, le perdono la falla, pero le recomiendo silencio durante los ejercicios —y mirando a los demás frailes con un guiño, continuó—: Todos estaremos hoy recogidos y ninguno de nosotros va a hablar, ni siquiera debemos de mirarnos a los ojos.

Y así pasó Juan el zapatero su primera mañana de fraile, arrodillado en una capilla, sin poder moverse ni un ápice, hasta que sintió que le dolía cada hueso de su cuerpo. Después pasaron al comedor donde el almuerzo consistía tan sólo en un vaso de agua y unas cuantas lechugas amargas. Juan lo miró sin apetito y pensó que su vida de fraile parecía más bien como un castigo. Allí también le impuso el Padre Superior la ley del silencio para que no fuera a decir lo que todos ya sabían.

Sin embargo, aquella misma noche habría de llegar la terrible noticia al convento. Ya estaban los frailes a punto de acostarse, cuando Fray Arturo entró corriendo y agitado, escaleras arriba. Con cara pálida y voz frágil, exclamó:

—Acaba de morir el borracho zapatero y lo vi con mis propios ojos.

Juan le dio gracias al cielo de no ser él el zapatero o si no estaría abajo muerto en la zapatería, sin embargo pensó que ésta sería la oportunidad para resolver de una vez por todas sus dudas. Si se veía muerto en el ataúd, constataría que en verdad él no podía ser el muerto, sino que en verdad era el tal Fray Pedro.

Al otro día trajeron el ataúd del muerto a la capilla del convento y entre incienso y padrenuestros, se empezó a rezar por el alma del zapatero. Fray Arturo le rogaba a Dios para que no se lo llevara para el infierno, ya que tan mala vida le había dado a su mujer y a sus hijos y los demás frailes le contestaban a coro: “De las penas del purgatorio, líbralo señor”.

El zapatero, quisquilloso, cada vez se iba arrimando más al ataúd para tratar de echar una mirada adentro del mismo, pero los frailes lo alejaban, diciéndole que el muerto no sólo tenía un mal aspecto sino que ya despedía un horrible olor. Cuando finalmente pudo mirar al muerto de reojo, ya no le cupo la menor duda, ¿cómo no se iba a reconocer a sí mismo? Juan el zapatero estaba muerto y si se descuidaban con los rezos, de camino al infierno. Una vez terminado el “velorio”, cuando todos los frailes se fueron a la cama, Fray Eustaquio “resucitó” de su ataúd temporal, se acicaló su barba postiza y se fue a cumplir con la siguiente parte del plan.

Y allí estaba Juan, medio dormido, cuando sintió que unos ojos se clavaban en su rostro y para su horror, vio que el alma del zapatero lo acechaba desde un rincón de su habitación y con voz de ultratumba le decía:

—Ay, Fray Pedro, rece por mí que estoy en el purgatorio y mi Diosito me va a dejar aquí para siempre si usted no intercede por mí. Le ruego por lo que más quiera que se dé cien azotes cuando así se lo pida el Padre Superior. Y diciendo esto, desapareció el espanto.

Al otro día, el zapatero se levantó cadavérico y fue corriendo a contarle su pesadilla al Superior.

El Padre Superior lo miró sin ningún asombro y le confió que el alma del zapatero había espantado a todos los padres y que a ellos también les había rogado que azotaran a Fray Pedro para librarlo de las penas del purgatorio.

—Arrodíllese, Fray Pedro y reciba con amor estos azotes —dijo el Superior, haciendo chasquear un látigo negro de tenebroso aspecto, y añadió— dedíquele estos azotes a nuestro Divino Salvador.

Fray Pedro sintió cómo el látigo le surcaba la espalda y trató hacer maña para que los azotes no le causaran mucho dolor, dándole de paso gracias al cielo de que se hubiera despertado de aquel sueño en que era zapatero y ya plenamente convencido de que en verdad era un fraile y de que ésta era su verdadera vida.

Pero por la noche, se apareció otra vez el horrible espanto y con voz triste le habló:

—De nada valen los azotes sin dolor. Disciplínese de nuevo, Fray Pedro y ayune y rece por mí, o de este purgatorio jamás me dejarán salir.

Y así pasaron dos meses, hasta que Fray Pedro parecía un nuevo hombre. Puntual en los rezos, ordenado en los oficios y limpio de cuerpo y alma, que hasta daba ejemplo a los novicios. Entonces los frailes decidieron que ya era hora de que Juan volviera a ser otra vez zapatero.

Una noche, después de la cena, le dieron a probar un vino de consagrar con la disculpa de que no se podían poner de acuerdo si el vino estaba dulce o amargo. Mezclado con el vino estaba un poderoso narcótico que puso a Juan a dormir el más profundo de los sueños. Así, bien dormido, lo vistieron con el traje del antiguo zapatero y lo llevaron a la parte baja del convento, donde lo acostaron al lado de su mujer, tan bien dormido que parecía muerto.

A la mañana siguiente, Juan no podía creer lo que veía: estaba en su pieza humilde de siempre, acostado al lado de su esposa, ¡y no estaba muerto! Despertó a Eudosia de inmediato y le contó su extraño sueño.

—Mujer —le dijo— me soñé que yo estaba muerto, enterrado y sufriendo en el purgatorio por la mala vida que le había dado. Pero un buen fraile llamado Pedro se dio de azotes para que Dios se compadeciera de mí y me sacaran del purgatorio. Ahora que sé lo que me espera cuando muerto, aprovecharé que sigo vivo para cambiar mi destino.

Y así fue. Juan el zapatero fue desde aquel día un marido ejemplar y con el correr de los tiempos logró hacer fortuna y ayudar a los menos favorecidos que como él, habían caído en las garras del vicio. Años después de muerto el zapatero, más de un borrachín aseguraba haber sido azotado por un fraile de manos duras y larga barba antes de coger de nuevo por el buen camino.