Hastío
otoñal
Mario Lamo Jiménez
A
los cuarenta años de hastío sintió tanta soledad que decidió hacer el amor
con el primer hombre que pasara frente a su ventana. Se pintó los labios de un
rojo vivo para que sus besos quedaran marcados para siempre en la piel de su
febril desconocido. Se peinó su pelo largo como un manto hasta dejar su negro
azabache refulgente bajo la luz de la luna. Se bañó en agua de azucenas y
flores de borrachero y, desnuda, vestida apenas con una bata de seda, abrió
la ventana para ver qué le tenía deparado el destino.
Apenas lo vio venir, le sonrió con una sonrisa desbocada por las comisuras del
deseo. Él hombre supo de inmediato que aquel era su día de suerte, y que la
sirena del amor le cantaba desde la isla del anhelo. Ella lo hizo seguir, y sin
más ni más, lo metió en la cama. Se abrió de piernas y dejó que la poseyera
intensamente, mientras su virginidad manchaba de violetas las blancas sábanas.
Una vez terminado el acto, el hombre, desnudo por completo, se acercó a la
ventana. Ante su asombro, ella vio como de las axilas le crecía un frondoso par
de alas blancas y se perdía volando hasta confundirse con la luna. Ella miró
la cama destendida y entre lirios y azucenas encontró un tarjetita donde su
enamorado le decía lo que debía hacer para agradecerle tanto bien.
Al otro día, la mujer puso un avisito en el periódico que decía: “Gracias
Espíritu Santo por los favores recibidos”.