Miró
su
barriga inflada y su ombligo
salido y supo que la hora se
aproximaba. Sentía la
necesidad inmensa de dar a
luz que sienten todas las
madres cuando saben que
sus criaturas están listas a tomar su primer soplo de vida. Le parecía que había estado
embarazada una eternidad y ya se imaginaba la hora del parto. En la larga y solitaria
noche, daría a luz por su cuenta, sin partera y sin madre que la apoyaran. Escogió para
ello un sitio cavernoso y vacío para llenarlo con llantos de vida. Respiró
profundamente y toda la materia de su ser se concentró en su útero palpitante. Las
contracciones de la existencia se sucedían cada vez a intervalos menores. Se acarició
los pechos y sintió en ellos la leche de la vida lista a manar desaforadamente. Sabía
que se estaba empezando a dilatar y sentía cómo su cérvix se alistaba para servir de
puerta a lo que sería un nuevo ser. De cuclillas, empezó el misterioso acto de la
creación y en un instante sin tiempo el tapón que contenía toda la materia viva se
desprendió y la fuente de aguas de la que están hechos los cometas fluyó como un río,
creando con su poder de vida el infinito. Entonces empezó a surgir su cabeza y
aparecieron los planetas. Luego nació un hombro y el cielo se llenó de constelaciones.
Con el nacimiento del pecho, palpitaron las estrellas y después con un empujón y un
suspiro nació el resto del cuerpo con su cordón umbilical y entonces surgió la vía
láctea. Al poco rato nació la placenta, y las estrellas y los planetas se llenaron de luz.
Entonces, Dioselina, maravillada, como toda madre, contempló el fruto de su vientre y
la llamó Creación y Creación lanzó su primer grito, su piel de terciopelo azul se puso
rosada y la roja sangre de la vida empezó a circular por las venas del universo.