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La fiesta apenas comenzaba cuando se armó el despelote. Una parejita se coló en mi pieza sin que nadie la invitara y de ahí no volvió a salir en toda la noche. En el patio, la hoguera con que espantábamos el frío amenazaba con
convertirse en un señor incendio. Todavía me parece que veo a Joe Domingo arrastrándose en cuatro patas por el piso del baño, todo mareado por el trago y buscando sin éxito la taza que tenía al frente. Al otro día, el vergajo amanecería con un disfraz de bufón, acostado en el techo de la casa durmiendo la perra. Nunca entendí cómo pudo treparse tan alto, sin siquiera caerse o romperse la cabeza por entre aquellas mañosas tejas de barro.
Como la puerta de la casa estaba entreabierta, cualquiera que viniera por el callejón podía escuchar la música y sentir el alboroto, espiarnos por una rendija y meterse en la fiesta. En la sala, a veces retumbaba el estéreo que para la ocasión nos había prestado la Chica Cosmo. Desde un principio la gente no parecía bailar al ritmo de Bob Marley, sino al de su propio morbo. Una pareja indescriptible se había restregado el pubis por más de 45 minutos, sin siquiera notar que un borracho había desconectado el tocadiscos de una patada.
Afuera, a la luz de la hoguera circulaban los invitados y los sin invitar, los que simplemente habían encontrado la puerta abierta y los que nunca encontraron la puerta de salida. Cada uno de los miembros de la casa se había puesto su mejor disfraz de piel y con una danza afrodisíaca trataba de seducir a alguien del sexo opuesto. Tan sólo el Verga Pérez, vestido con un pantalón de dril y un suéter negro, le daba rienda suelta a la anarquía del celibato y bailaba por su cuenta,
abrazado a una moribunda botella de aguardiente. De repente le arrimaba el animal hambriento a un par de nalgas femeninas y se escapaba por la puerta de la sala lanzando un bufido en portugués. Y por donde él salía, entraba el Secretario, con su eterna camisa de estilo africano que le colgaba más abajo del ombligo, tocando un bongo directamente importado del Pasaje Rivas. Se acicalaba las gafas y con un meneo de hombros se desplazaba salivante detrás de una gringa culona recién desempacada de un pueblito de Ohio. Se sonreía y la miraba con la miopía de sus ojos turbios tras sus gafas empañadas, entonces se presentaba como quien no quiere la cosa.
"Me llamo Ezequiel", le decía mientras azotaba los cueros con la palma de la mano, "¿Y tú, cómo te llamas?"
Segundos después la apercollaba al ritmo de Daniel Santos y con una verborrea interminable la encarretaba sobre los ritmos del Caribe, de los que fingía ser experto.
Si el Secretario era lanzado, Pepe Pavo, otro de los habitantes nocturnos de la casa, tampoco se le quedaba atrás. En una ocasión se había ganado el remoquete de "Polvo de Gallo", por la rapidez con que se abalanzaba sobre cualquier cosa que tuviera faldas, así se tratara de un palo de escoba. Así como el Secretario usaba la música para seducir, el método de conquista del Pavo era la política, y allí estaba, embaucando a una monita con su interminable cháchara de corte marxista-leninista, pensamiento Polvo de Gallo. En la opresión de las masas le metía las manos por los glúteos, en el buscar la raíz del problema le escurría los dedos por entre los calzones y en la subida del proletariado al poder ya se le había trepado encima y cuando se venía, acababa con la frasecita, "el que conoce una buena historia está condenado a repetirla... ¿nos echamos el otro?"
Mientras Pepe Pavo disfrutaba, en otra esquina oscura de la sala, Consuelo, a quien llamábamos Chuchupe por la novelita de Vargas Llosa, excitaba con su contoneo a un rubio idiota, versión viva del Pato Donald, que fuera de unos cuantos besos mojados, no habría de obtener nada más aquella noche.
Y en aquella fiesta inaugural de la primera zona liberada para el morbo y la pasión del barrio La Concordia, no había rincón que no tuviera una pareja amelcochada, practicando uno de esos bailes libidinosos que envolvían desde el pubis hasta la lengua. En la neblina de la noche la música vibraba hasta por la callejuela de piedra con forma de embudo que cada mañana veía desfilar los burros cargados de lavaza hacia Monserrate. Los ladrones, que eran tanta parte del paisaje histórico como el mismo Chorro de Quevedo, donde desembocaba nuestra calle, regresaban al amanecer con las manos cortadas y los ojos rojos, de vuelta a sus caletas. Por las ventanas entreabiertas, las putas y los maricas les lanzaban sus últimas miradas a los borrachos amanecidos. Más arriba, en el mercado de La Concordia, ya estaban desempacando de pequeños camiones bultos de papa criolla y cerdos desollados que parecían sonreír trágicamente.
En medio de aquel mundo estábamos nosotros, a media cuadra de donde supuestamente se hubiera fundado la ciudad y en su parte más antigua, haciendo lo más moderno que sabíamos hacer: dándole rienda suelta a nuestros más secretos y obscenos deseos.
A eso de las cuatro de la mañana, la fiesta aún seguía en su apogeo. Una parejita se escabulló a esa hora, completamente desnuda, llevándose por vestido la cobija de mi pieza. Habían hecho el amor, deshecho la cama, revolcado los libros, volcado los casetes y cantado La Marsellesa, para escurrirse finalmente como un par de figuras de humo
por una rendija. El único en despedirlos fue Tony, el gozque de Doña Margot, quien antes de que salieran les había pegado una buena olida.
Tony era un perro mañoso con inclinaciones de pederasta, tiraba el mordisco sólo cuando la víctima se alistaba a salir de la casa y trataba de montar a cuanto niño pequeño nos visitaba. A veces parecía ser el amante de la vieja, ya que dormían juntos y la anciana lo trataba como a un marido.
Cuando conseguimos la casa nunca sospechamos que nos la arrendarían con una anciana, un perro y un perico. La anciana tenía problemas con la circulación en las piernas y se las envolvía con diez mil trapos para que no le explotaran las venas y así, rengueando, recorría el vecindario repartiendo por igual hierbas y chismes.
La casa la habíamos encontrado sin querer con la Frudovka, cuando nos dedicábamos a recorrer las calles coloniales de La Candelaria, perdidos en una conversación interminable que habíamos comenzado hacía tres años en una fiesta. Una tarde, en una vieja casona republicana que era de un primo del Verga Pérez, situada en una de las esquinas de La Calle Sola con primera, supimos que las conversaciones más amenas terminaban en la cama o mejor, como en este caso, en el piso. Allí en el suelo de una alcoba empolvada y sin muebles, acabamos haciéndonos el amor con el balcón abierto por donde se veían los techos candelarios de barro y el sol rojo de las cinco de la tarde. De ahí salimos a caminar como si estuviéramos en una nube, atravesamos la plazoleta del Chorro de Quevedo, y sin saberlo resultamos en la Calle del Embudo. La callejuela de piedra, las paredes blancas y las puertas verdes nos atraían como un imán. Entre las flores rojas y las sombras del atardecer vimos un letrero que decía: "Se arrienda".
No pudiendo resistir la tentación de espiar por un agujero que parecía mirar a otro mundo, nos asomamos por el hueco que había en la puerta. Se veían tres árboles florecidos y un patio gigantesco rodeado por cinco puertas verdes que crujían contra el viento. Golpeamos a la puerta y una anciana nos abrió. Entramos y la Frudovka decidió que estaba enamorada de la casa.
"Mira, Gato", me dijo, "esta casa la llenamos de matas de novio y se verá divina".
Dos meses más tarde la casa era nuestra, pero la Frudovka nunca llegaría a vivir en ella. Caminando por la Séptima con diecinueve se había encontrado a un moreno gigantesco que según ella era el mejor amante que había producido el planeta tierra.
La Frudovka, que vivía como madame Bovary, en una arrechera perpetua, quedó enamorada de la mejor parte del moreno y por los próximos dos años, su vida se centraría en torno a Platón, como se autodenominaba aquel gigoló, vividor y trashumante. Su especialidad era embaucar a extranjeras o medio extranjeras como en el caso de la Frudovka, de papá judío y mamá paisa.
La noche de la fiesta inaugural estuve metido en la cama, mientras hubo cama, calentándome de ese frío también inaugural que me congelaba el alma. Yo andaba desparejado, ya que el romance con la Frudovka había naufragado, pero la excitación de vivir completamente solo por primera vez en mi vida, sin ataduras familiares o sentimentales era superior a cualquier despecho amoroso.
El ritual de la primera fiesta habría de marcar el ritmo de las rumbas que siguieron. La noticia de aquella fiesta extraña se regó por el barrio bohemio como una hiedra. Según unas versiones, en la Calle del
Embudo, a la luz de una hoguera, parejas desnudas desafiando el frío y cinco siglos de represión sexual, le habían dado rienda suelta a todos esos deliciosos instintos que a la iglesia le gustaba demonizar y habían hecho el amor de una forma colectiva. De acuerdo a algunos testigos que se juraban presenciales, el coito se había practicado en sillas, armarios, hamacas, butacas, mesas, contra las paredes y hasta en el techo de la casa por una osada pareja que con un grito orgásmico había desentejado el techo de la sala y caído sin siquiera soltarse, para seguir como un par de gatos copulando en el sofá y robándole de paso el sitio a otra pareja. Lo más increíble de todo era que la casa estaba tan oscura y la luz de la hoguera al final ya era tan tenue, que aunque todo esto hubiera sucedido, se habrían necesitado ojos de gato para verlo, pero para eso estaba yo, Mario Gato.
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