Amor hasta la eternidad

Mario Lamo Jiménez

Toda la vida me ha gustado llamar a las cosas por su nombre, no importa que esto me traiga problemas. Por ejemplo, la monjita que nos trae el desayuno por las mañanas tiene cara de perro San Bernardo, así que la bauticé “San Bernardina”. San Bernardina es una mujerona que bien podría haber servido de guardiana en un campo de concentración en Alemania, pero no es que en verdad sea mala, el problema es su cara de perro. Creo que por eso fue que se metió de monja, porque no habría hombre en su sano juicio que quisiera hacerle el amor y tener hijos con ella. Me imagino que sus hijos también hubieran tenido cara de perro y tener cara de perro es un asunto serio, especialmente si uno no es perro. O si no, que lo diga Rintintina. Rintintina es la enfermera que nos trae las drogas de la mañana. Pastillas verdes para la depresión y rosadas para la nostalgia. Según Rintintina no hay problema que no se cure con pastillas. Pastillas para la angustia y para el exceso de felicidad, pastillas para la tembladera y para la espasticidad, pastillas para las compulsiones y para la inactividad, pastillas para dormir y pastillas para trasnochar, pastillas para hacer el amor y pastillas para abortar; en fin, pastillas para todo mal...pero, ¿qué pastilla le cura a ella esa cara de Pastor Alemán?

 

Los doctores tampoco se quedan atrás. Nadie podría tomar con seriedad a un psiquiatra con cara de perro Chihuahua. Orejas puntudas, ojos grandes y bonachones, flaquito de cuerpo y naricita respingada. Es una preciosidad de cachorro, pero como psiquiatra no me convence. Cada vez que trata de analizar a los pacientes, no puedo verlo con seriedad porque me lo imagino tratando de hacer el amor con San Bernardina, y como todo el mundo sabe, Chihuahuas y San Bernardos no hacen buena pareja.

 

Ese pobre hombre debía haber estado loco para meterse de psiquiatra, ya que sólo un loco quisiera estar metido en este sitio oyendo las locuras de esta gente. Si yo tuviera cara de perro Chihuahua también me habría metido de psiquiatra, porque en un asilo, a los locos les hubiera parecido normal tener de psiquiatra a un perro Chihuahua.

 

Parece que al pobre hombre su madre, por tener esa peculiar cara de perro, no lo quería,  ya que siempre les pregunta a sus pacientes si sus madres los maltrataban cuando niños. Todo el mundo intenta proyectar sus problemas en los demás. Es obvio que al pobre hombre lo dejaban amarrado en el patio de su casa y que nunca lo sacaban a caminar, porque aquí no hace más que pasearse por los corredores como si estuviera en una jaula. También he notado que saliva mucho y que se lame los bigotes constantemente. Cada vez que la enfermera rubia, ésa que tiene melena de perro Collie, se le arrima, él comienza a salivar más. Creo que cuando niño no recibió leche materna y ahora, de adulto, tal vez sueña con amamantar.

 

Más tarde viene la terapia de grupo. Es como si sacaran a los perros de sus jaulas para un día de picnic. El doctor Chihuahua y San Bernardina nos sientan en un círculo para que aullemos nuestros resentimientos contra el mundo. La primera en tomar la palabra es Pequinesa. Pequinesa es una interna pequeñita, rechoncha, de pelo negro y rizado que se la pasa todo el día olfateando olores que no existen. Se contonea como una perra pequinesa y su nariz, casi inexistente, debe ser muy aguda porque nunca he podido oler los olores nauseabundos que ella dice que le llegan. Pero ése es el menor de sus males. Su verdadero problema, según cuenta, es que siempre tiene que comprarse cosas que no necesita con el dinero que no tiene. Una vez trajo una caja gigantesca llena de ropa interior para repartirla en plena terapia. Calzoncitos de todos los colores y estilos que había comprado y usado, si acaso,  una sola vez y que ahora quería deshacerse de ellos, cómo no, para tener una excusa para comprar más. Todos olían a cigarrillo, porque además de eso, es una fumadora empedernida. Ella dice que si no se suicida, es por cobardía, pero que con el cigarrillo se suicida un poco cada día y de una manera placentera.

 

Luego le toca el turno a Miss Poodle. Miss Poodle tiene la cara chupada y un caminado de perra de rico.  Según ella, después de muchos estudios, había logrado empacar rayos de luna rejuvenecedores en conservas de papaya. Las ventas le fueron bien, hasta que las clientas comenzaron a quejarse de que la papaya estaba mohosa y que además de arrugas, ahora tenían salpullidos en la piel. No sé quién estaba más chiflada, si Miss Poodle por vender rayos de luna o si las clientas por untárselos.

 

Miss Poodle menea la cola y asegura que todos los problemas que tiene se deben a las infidelidades de su marido. Según le oí comentar al doctor Chihuahua, el marido es operado de la próstata y por más que quisiera, no le podría ser infiel. De vez en cuando viene a visitarla, pero creo que no forman buena pareja. Él tiene aspecto de Cocker de mirada triste y orejas que no se le paran.

A Nicanor, un Dálmata de piel machada por el vitiligo ya no le toca el turno porque lo enterraron la semana pasada. El hombre era una enciclopedia ambulante, y en esta sociedad es un una locura saber mucho o no saber nada. Además de hablar como siete idiomas y de recitar las obras completas de Neruda, no había tema del que no fuera experto. Hablaba por horas interminables, incluso cuando nadie lo estaba escuchando, y sabía tanto de perros como el que más. Según él, a los perros los tenían como personas en el antiguo Egipto y cuando el perro de un Faraón se moría, lo momificaban y lo enterraban con la realeza. Hasta se sabía el nombre del perro de un Faraón que había vivido hacía cinco mil años. Me pregunto si en cinco mil años alguien se sabrá el nombre de mi perro. Mi perro se llamaba Plutarco y cuando se murió, me dolió tanto que me afeité el cuerpo y la cabeza para tratar de calmar mi pena. Mi hija mayor aprovechó para decirle a mi abogado que yo estaba demente, porque sólo un loco se sentaría desnudo en una sala y con el cuerpo afeitado para velar a un perro. Pero no se trataba de cualquier perro. A Plutarco le había puesto ese nombre, porque como el filósofo de la antigüedad, estaba lleno de sabiduría. Sabiduría perruna, quiero decir. Plutarco no me adulaba y era el ser más transparente que jamás había conocido. Lo quería tanto que siempre probaba su comida de bulto para asegurarme de que no le hubieran cambiado el sabor que tanto le gustaba. Plutarco y yo salíamos a pasear por las noches y juntos le aullábamos a la luna. Entonces se empezó a correr por el barrio el insano rumor de que el anciano de la casa rosada de seguro tenía flojo un tornillo. Ya sé que mi hija estaba muerta por recibir su herencia antes de tiempo y por eso me acusó de tener “demencia senil”. 

 

Después de la muerte de mi esposa, la muerte que más me ha dolido fue la de Plutarco. Plutarco no murió de ningún mal común, porque ni enfermo estaba. Plutarco se murió de amor. Y morirse de amor no tiene nada de raro, porque la historia está llena de ejemplos de enamorados que prefirieron la muerte a la separación. Pero en el caso de Plutarco, se trataba de un amor imposible. Plutarco se había enamorado de una paloma de un parque que visitábamos a diario para disipar la soledad y engañar la tristeza. La bauticé Josefina, y Plutarco y Josefina formaron la pareja más bella y dispareja que jamás había visto en mi vida.

 

Plutarco babeaba constantemente y Josefina, parada en su cabeza, le limpiaba sus arrugados carrillos con su pico imprevisto de Ángel de la Guarda. No sé si Plutarco tenía alma de paloma o  si Josefina soñaba con tener cuatro patas para poder ladrarle su amor, el caso fue que el parque fue el escenario de su medieval romance. Como todos los amores imposibles, jamás se pudo consumar. Hasta que un día Josefina no volvió más. Nuca supe cómo era que Plutarco la distinguía entre cientos de palomas de plumas grises, arrullos sostenidos y andar en círculos. El caso fue que su corazón se partió en mil pedazos cuando ella desapareció, y hasta ahí llegó mi vida con Plutarco.

 

Yo ya no tenía para qué vivir en esta tierra, pues todo lo había perdido: mi esposa de toda la vida, el trabajo por estar jubilado y lo más precioso de todo, el deseo de vivir. Plutarco me daba una excusa para seguir viviendo. Se había metido en mi existencia por la puerta del frente, casualmente el día que estaba velando a mi esposa, Josefina. Plutarco no pertenecía a ninguna familia aristocrática de perros, tan sólo era un perro más, de aquellos que vemos por la calle y un segundo más tarde ni nos acordamos de que existen. Pero Plutarco me vio llorar y se bebió mis lágrimas. Aunque no creo en la reencarnación, parecía que el alma de Josefina hubiera vuelto en figura de perro. Nos hicimos inseparables; y cuando Plutarco encontró a su Josefina, el corazón se me llenó de gozo. Ahora Plutarco y yo compartíamos lo más hermoso de la vida: el amor. Por eso fue que a su muerte intenté suicidarme. Pensé que lo encontraría en un cielo perruno y que allí,  Plutarco y yo, y las dos Josefinas, por fin podríamos gozar juntos.

 

Mi intento de suicidio fue un desastre, tanto así que no salió en la página roja de la prensa sino en la página de los chistes. “Anciano intenta suicidarse con una sobredosis de píldoras del doctor Ross y emulsión de Scott”, rezaban los titulares. Cuando me desperté en el hospital, no sólo no estaba muerto sino que hasta me sentía  mejor. El médico que me atendió me dijo que de haber logrado mi cometido, habría tenido una muerte muy saludable.

 

Por dos semanas mis eructos de pescado infestaron el pabellón y después, una vez recuperado, gracias a los buenos auspicios de mi hija, me internaron en este asilo por suicida y demente. Como si la soledad y la tristeza fueran una enfermedad.

 

Cuando conocí a Margarita, sentí de nuevo ganas de vivir, así fuera encerrado en este sitio, rodeado por gente  extraña y extravagante, cuyo único delito consiste a veces en soñar en voz alta. Margarita era una mujer huesuda, desgreñada y melancólica; lo más parecido a un perro afgano que he visto en mi vida, pero tenía un alma tierna, enterrada bajo montones de arrugas y toneladas de maquillaje. Era una experta en gallinas, en gallinas ponedoras, o por lo menos así lo creía ella. Había desarrollado una fórmula para que las gallinas pusieran más huevos, alimentándolas con cáscara de arroz. Decía que los chinos eran el pueblo más numeroso del planeta por ser el más fértil y que el secreto estaba en el arroz. Pasó años tratando de patentar su fórmula de concentrado, hasta que según contaba, “una compañía multinacional me la robó”.

 

La tarde que la conocí estaba sentada en una mecedora con la mirada fija en una ventana. Yo también traté de mirar por la ventana para ver qué veía ella, pero sólo vi las nubes grises del destino deslizándose por el cielo de la desesperanza.

 

“Estoy esperando la primavera”, me dijo sin siquiera mirarme.

 

No supe qué contestarle porque en Tequendama no hay estaciones. La espera iba a ser larga.

 

“Cuando niña soñaba con conocer el mar, y ahora, de anciana, sueño con conocer la primavera”, dijo sin apartar la vista del cielo infinito.

 

En un solo instante supe que ya la conocía de antemano. Tenía las arrugas de Plutarco, la expresión soñadora de Josefina, mi difunta esposa, y el alma de paloma de la otra Josefina. Arrime una silla a su lado y nos sentamos juntos a esperar. Después de algún tiempo comenzó a hablarme, y una tarde me contó la historia de su vida. Lloré como si acabara de ver otra vez “Lo que el viento se llevó”. Cuando joven, estaba enamorada de su príncipe azul, un joven rubio y apuesto que le había jurado amor hasta la eternidad. Sin embargo, sus padres no querían que se casara con él, porque veían en ella la manera de saldar una deuda monetaria que habían contraído con un hombre mucho mayor que ella. Y fue así que se tuvo que casar sin siquiera estar enamorada con un hombre que le doblaba la edad. Su príncipe encantado, a su vez, se casó por despecho con la primera mujer que vino a consolarlo. Cincuenta años más tarde se encontraría, viuda ya, con su amor juvenil que acababa de enviudar; y el amor imposible renació por un tiempo fugaz. Por todo un año conoció la felicidad, hasta que un ocho de diciembre maligno, él fue atropellado por un camión cuando cruzaba una carretera para comprarle a ella unas flores de Navidad.

Desde ese día no había dejado de llorar y deseaba que le llegara la muerte como quien anhela ganarse el premio mayor de una lotería. La habían internado en el asilo donde había pasado todo un año sin hablar con nadie. Entonces me internaron a mí y la conocí mirando por la ventana y por primera vez habló.

 

Han pasado seis meses desde ese día y no sé cómo, pero la primavera nos llegó a ambos en el otoño de la vida, y en el sitio más inesperado de este mundo nos convertimos en la razón de existir del uno para el otro.

 

Ahora, ya no me importa que en este asilo todo el mundo tenga cara de perro, ni que en secreto los demás internos me llamen el “Galgo”, porque yo, como ellos, y lo sé muy bien, también tengo cara de perro.