La inesperada y alegre muerte del señor Surrucuca

 

La muerte del señor Surrucuca no hizo llorar a nadie. Sólo su jugoso testamento atrajo a su hijo natural y a uno de sus cuatro sobrinos a la notaría donde se le habría de dar lectura. Para ese entonces el señor Surrucuca ya estaba enterrado en uno de sus trajes brillantes por el uso, y contra sus propios deseos en el sitio equivocado y a la hora que no era, o como dijera Heriberto Gómez, el secretario de la Procuraduría donde era abogado el señor Surrucuca:

"Es que en este país la gente se burla hasta de los deseos de los muertos".

Según Heriberto, quien era lo más parecido a un amigo que el señor Surrucuca hubiera tenido, éste había muerto de un ataque cardíaco, y todo parecía indicar que el día de su muerte había sido uno de los más felices de su vida.

"Estaba en su apartamento en Bogotá y los vecinos lo creían de rumba porque tenía el estéreo a todo taco. Sólo al tercer día empezaron a sospechar que algo andaba mal, cuando el Santo Cachón empezó a sonar a las tres de la mañana y a las seis todavía no paraba".

Así fue que les tocó forzar la puerta y lo encontraron como Dios lo había traído al mundo, con una revista de Play Boy entre las piernas y una botella de Chivas Regal vacía al lado. Y su muerte hubiera sido por completo intrascendente de no haber sido por su fabuloso testamento.

"Quién iba a sospechar que el viejo berriondo, alma bendita, estuviera picho en plata", comentó Heriberto, con una sonrisa de sorna mientras relataba una vez más la historia.

En vida, el señor Surrucuca había sido todo un personaje y a nadie se le habría de ocurrir que lo seguiría siendo después de muerto. Según Heriberto, había nacido en Urrutia, pero se había criado en Rondón, y durante los últimos 30 años de su vida había residido en Tunja, donde era funcionario de la Procuraduría.

"Era uno de los hombres más tacaños del mundo, ladraba de noche para ahorrarse el perro. Usaba camisas blancas, pero del uso se le habían puesto negras. Todos los vestidos le brillaban y su único abrigo ya no se sabía de qué color había sido. A nadie le gustaba, porque era un tacaño y quería vivir siempre de gorra. Por ejemplo, tenía ganado y lo llevaba a pastar a la finca de los clientes de la Procuraduría. No se atrevían a decirle que no, no fuera que él les embolatara los papeles en aquel laberinto que tenía por oficina. Y hay qué ver la oficina que tenía; era una mezcla de café y cementerio, olía a muerto y apestaba a comida podrida".

Y nadie la podría haber descrito mejor que Heriberto, pues una vez había sido tumbado por el hedor y lo habían tenido que revivir a punta de formol.

"Para ahorrar dinero, el señor Surrucuca vivía en su propia oficina. Lavaba la ropa en el baño y colgaba cuerdas de una pared a otra, donde se veían secar sus calzoncillos. Era amarrado hasta para la comida, se había intoxicado varias veces porque como no tenía dónde cocinar, sólo comía queso y Coca—Cola, alimentos por demás inocuos de no ser por el hecho de que el queso del señor Surrucuca generalmente estaba enmohecido y en la Coca—Cola crecían quién sabe qué organismos asesinos, una vez que había completado un mes de abierta".

Nadie supo nunca por qué motivo había conservado su puesto por más de 20 años ya que era uno de los empleados más ineficientes que tenía la Procuraduría.

"Archivaba los papeles en el baño y hasta debajo de la cama que había instalado en una esquina de la pequeña oficina. Además de eso, cuando le llegaba un caso, no atendía a la persona hasta que no acababa con la talla del día. Su afición era hacer tallas en madera, pero no lo hacía en su tiempo libre sino en horas de oficina y cada talla le demoraba entre cuatro y seis horas, eso sí, era un tallador estupendo y su especialidad era la Virgen del Carmen. Siempre andaba de tenis o de pantuflas y así atendía a los clientes. Cuando los sentaba a esperar los ponía a leer un periódico viejo que se había sacado hacía como 20 años de una peluquería y que nunca reemplazaba".

Aunque no era borracho, tenía una impresionante colección de whisky que compraba por cajas.

"Mantenía en la oficina el mejor whisky para atender a los abogados que venían de la capital. Él personalmente no bebía mucho, no le conocí tampoco mayores vicios y no era hembrero ni jugador. Parece que del único polvo que se echó en la vida le quedó un hijo natural al que no le dio la gana nunca de reconocer".

Y aunque él no era bebedor, los empleados de la Procuraduría sí lo eran y en un descuido le cambiaban el whisky por té o aguapanela y cuando el señor Surrucuca descubría el insuceso, ya era demasiado tarde para encontrar a los culpables.

"Para ahorrarse lo del bus, andaba en bicicleta. Se ponía una camiseta envuelta a manera de turbante en la cabeza para que el sol no le quemara la calva y parecía un árabe sacado de Aladino y la lámpara maravillosa. Los niños del pueblo lo perseguían gritando, 'ahí va el loco bibicleto'. La única vez que tuvo carro, un modelo 50, lo dejó tanto tiempo en un parqueadero sin pagar, que lo perdió. No sé por qué tenía el vicio de recoger cabuyas y zunchos al lado de la plaza de mercado. En la oficina los guardaba en una caja y cuando la caja estaba llena, se la mandaba por correo a una hermana que tenía en España. Era un tipo raro".

Además de todas estas peculiaridades, el hombre era un caso con las mujeres, según contaba la mujer de Heriberto, Dioselina.

"No se le podía invitar a una fiesta porque, una de dos, o se quedaba dormido o le daba por bailar toda la noche. Y no bailaba con cualquier muchacha, tenía que ser con la más joven y la más bonita, y no era mal bailarín. Tal vez era lo que mejor hacía en la vida. Cuando bailaba, el hombre se transformaba. Perdía la cara de vampiro y los ojos no se le brotaban. Yo, una vez, llena de asco, bailé con él y quedé maravillada de lo bien que danzaba. No es que hubiera querido repetir la experiencia y si el espíritu me está oyendo, que recuerde que hablo del cuerpo y no del alma. Novia nunca tuvo, porque no creo que hubiera mujer que se le midiera. La gente en la oficina, a sus espaldas, lo llamaba 'chuchina', porque de no cambiarse de ropa, siempre apestaba a chucha. Eso sí, era coqueto como él solo, pero muchas veces le oí decir: 'siendo la leche tan barata, para qué comprar la vaca'".

"Pero volviendo a lo del testamento", interrumpió Heriberto, "ni al mismo García Márquez se le hubiera ocurrido ese cuento. A mí me puso de testigo, y un día lunes, como a eso de las once, casi eufórico llegó a mi oficina y me dijo:

“Heriberto, hermanito, acompáñeme ya mismo a la notaría del Tuerto Velandia que tengo que registrar mi testamento”.

“Tenía tanto afán que yo pensé que se estaba muriendo y que le habían diagnosticado cáncer de la próstata o algo por el estilo, pero el gediondo estaba más sano que una monja de esas que viven 200 años. Yo no leí la huevada, porque pensé que el viejo verraco todo lo que tenía para dejar eran los pantalones sucios que nunca se quitaba y el hato de vacas. De lo único que me acuerdo era que dejaba unas reses y que dijo que quería que lo enterraran a las tres de la tarde en Rondón, en una bóveda que tenían allí unos parientes. El cementerio tenía una carretera circunvalar y él quería que todos los que pasaran por allí vieran la bóveda para que lo tuvieran que seguir teniendo en cuenta después de muerto. Sus deseos no se pudieron cumplir porque murió en Bogotá y aquí lo enterraron. La verdadera sorpresa vino con la lectura del testamento".

“El primero en aparecer fue su hijo natural, que era muy parecido al viejo. Nunca lo había querido reconocer ni darle estudios. Después llegó uno de sus sobrinos en representación de los que hacían falta y se procedió a la lectura del testamento. Resultó que el hombre les legaba diez cuentas bancarias multimillonarias que tenía en diferentes bancos de Tunja, además de las reses y de una casa”.

Y sobrinos e hijo hubieran sido los seres más dichosos del mundo ante tanta largueza del finado de no haber sido por un pequeño detalle:

“Después de buscar por todos los bancos del pueblo, el hijo y los sobrinos descubrieron que lo de las cuentas era pura pajarilla, el hombre no tenía ni un centavo, las reses habían sido incautadas para pagarse lo pastado y la casa estaba embargada porque hacía treinta años que no se pagaban los servicios. Para colmo de males, lo único que les tocó a los herederos fueron unas deudas que dejó el señor Surrucuca con el hombre que le proporcionaba la madera para las tallas”.

Y ésta es la verdadera historia del señor Surrucuca, un millonario pobre que no tenía dónde caerse muerto y que de rico lo único que tuvo fue su imaginación para registrar un testamento donde dejaba lo que no tenía, y que seguramente donde se encuentre, ya sea en el cielo o en el infierno, seguramente todavía estará carcajeándose de su falso testamento y disfrutando de su inesperada y alegre muerte.